Cuando leí Quiltras (Los libros de la mujer rota, 2017), hace un par de años, el libro llevaba ya un tiempo en circulación y se había transformado un poco en un objeto de culto. Así que venía con las expectativas altas, pero su lectura no me defraudó; una vez que comencé a leer ya no pude parar.
La escena que más recuerdo está en el cuento ‘Rockerito83@yahoo.es’, que narra la historia de un romance virtual de una adolescente de Codegua con un chico de Valdivia. Pero antes de eso, nos cuenta algunas de sus citas, más o menos fallidas, con chicos que conoce por Internet. Uno es un metalero de San Bernardo, con quien se junta en Estación Central. El chico la invita primero a un bar (“él se tomó un shop mientras me daba besos con lengua”), y luego, inesperadamente, la lleva hasta un balcón lateral del cine Hoyts del sector, una especie de mirador secreto para observar a escondidas el ritmo de la ciudad. Desde allí miraron “las gotas que se traslucían al caer cerca de los faroles y miramos los trenes y las personas con paraguas de colores, saliendo y entrando de la estación”.
Esta “postal lluviosa” es lo “único bueno” que guarda de esa relación, nos dice la narradora, y en verdad hay algo de esta escena hermosa, pero sin un significado definido, que se nos queda grabado en la memoria.
…las gotas que se traslucían al caer cerca de los faroles y miramos los trenes y las personas con paraguas de colores, saliendo y entrando de la estación…
Creo que el efecto hipnótico de los cuentos de Quiltras tiene mucho que ver con esta mirada poética, pero sin aspavientos, que sirve para rescatar la belleza oculta de ciertos momentos y zonas de la ciudad (y de la vida), que en general nos pasan desapercibidos. Nos cautiva también la frescura de la voz narrativa, que nos relata las ansiedades e inseguridades de la adolescencia sin juicios de ningún tipo, como si se tratara de un diario de vida.
En Las heridas (Emecé 2021), la primera novela de Arelis Uribe, hay un poco menos de estas dos cosas. En parte, obviamente, porque la narradora-protagonista ha crecido, es ahora una profesional treintañera y adopta una voz un poco más reflexiva, más consciente de sí misma, para contar su historia. En parte, también, porque en la novela hay un esfuerzo más explícito por poner en el tapete ciertas ideas, y discursos, lo que deja menos espacio para la anécdota espontánea, o el punto de vista lúdico, o ridículo.
La historia comienza cuando la protagonista recibe la noticia de que su padre ha sufrido un infarto. A partir de este evento, la novela se va desarrollando en dos planos complementarios. Por un lado, las angustias que vive en el hospital, donde se encuentra con la nueva familia de su padre y, por otro, la reconstrucción de su historia familiar, que abarca tres generaciones: desde su abuela, pasando luego por la tironeada relación de sus padres, su posterior separación, y el periplo que ella misma vivió entonces, junto a su madre y hermanos, de casa en casa, hasta su independencia.
El relato posee ritmo y emotividad en ambos carriles. Junto a la cama de su padre, ya inconsciente en la clínica, Uribe nos puede hacer llorar al ahondar en los sentimientos de la hija tratando de reconciliarse con una figura paterna llena de fallas, y por lo mismo muy humana. El cariño por el padre resulta entrañable, tanto por la rememoración de los momentos que vivieron juntos, como por la aguda conciencia que tiene la narradora de los defectos que marcan a este hombre agónico, y que en cierta forma han determinado también la vida de ella.
La historia familiar, por otra parte, está signada por una cultura patriarcal que la narradora va desplegando de forma bastante explícita. Mujeres que han vivido subordinadas a figuras masculinas dominantes, y a menudo amenazantes, que consiguen invariablemente adoptar una posición de privilegio para escribir su propia vida, y la de los demás.
Obviamente todas estas situaciones han dejado una marca profunda en la vida de la protagonista, y el conflicto central de la novela es su intento de desembarazarse de ellas, o, al menos, de hacerlas visibles. En este sentido, Las heridas puede leerse como una lucha por ajustar cuentas con su historia, conseguir una escritura que por fin le sea propia.
Este enfrentamiento de la protagonista con sus fantasmas desemboca al fin en un largo fragmento en que relata su propia relación amorosa, escrito a ratos en una difusa segunda persona. En tensión con el resto de la historia, este capítulo hace crecer la novela. Escrito con ternura, y nostalgia, resuenan aquí las voces de las narradoras de Quiltras, sobre todo por la candidez con la que nos ofrecían sus pasiones e inseguridades adolescentes. Excepto que ahora ya no se trata de una “quiltra” (ocupando la metáfora que la misma Uribe ha sugerido en sus entrevistas), sino de una mujer crecida, que ha encontrado un lugar en el mundo, y tiene claros sus referentes para ubicarse en él.

El pasaje es potente, sobre todo por su capacidad de poner en juego las contradicciones que ha dejado en su propia vida esta cultura patriarcal que se entreteje a través de generaciones. El discurso político, patente en la novela, adquiere entonces carne en el espacio biográfico de la narradora, más que en el ámbito social o público. La política no es sólo valiosa porque permite “poner la voluntad personal al servicio de lo colectivo” (como nos revela en algún momento la protagonista), sino porque adquiere también resonancia como un mecanismo de construcción de la propia identidad.
Cuando se vuelve demasiado prominente, este discurso político, que atraviesa la novela y de alguna forma la sostiene, puede transformarse también en su debilidad. En ocasiones, se cuela a través de las fisuras narrativas una “agenda”, que aparece demasiado pre-meditada, y que corre el riesgo de asfixiar la interioridad de los personajes. En estos momentos, eché de menos la mirada más literaria de Quiltras, con sus dudas e indefiniciones, y sin tantas respuestas.
Me pareció que la novela se hace más conmovedora cuando pone en escena las zonas poco iluminadas de la personalidad, que cuando intenta entregar respuestas o definiciones certeras. por más que estas me resulten apropiadas, y las comparta. En otras palabras, me atrae más la exploración de un yo femenino (de un yo en general), que está consciente de su equipaje, y que busca salir adelante a pesar de él, que uno que pretende quitárselo de encima, o hacer como que no existiera. Me parece más real. Quizás porque es más fácil, en general, empatizar con los fracasos que con los éxitos, con un personaje que busca, que con uno que encuentra. Encontrar me parece menos literario, y buscar es sin duda más vital.
Como sea, Las heridas es una novela que indaga en este pliegue, y esa indagación se agradece, y de alguna forma nos deja también una herida. Porque nos otorga la oportunidad de encontrarnos, aunque sea por un momento, con esas zonas oscuras, el claroscuro de nuestras propias vidas, en el que no sabemos bien cómo movernos. Descubrimos así que las heridas, que van dejando los traumas familiares, las rupturas amorosas, las culpas heredadas y los dolores no confesados, pueden ser también hermosas, y que la vida está hecha de ellas, tanto o más que de los aspectos resueltos, o descifrados. Ese es, para mí, el mayor logro de esta novela.
Las heridas // Arelis Uribe Emecé Editores (2021) // 118 páginas