Insectario

Acerca de la extraña relación que se crea con un escritor a partir de un fallido intercambio de emails.

Supongo que esto ocurrió hace mucho tiempo, o al menos prefiero verlo así. Había egresado de Periodismo hace un par de años, y estaba tratando de armarme un ingreso a partir de colaboraciones en medios. O en verdad había tratado, y me había dado cuenta que era imposible vivir de eso (los medios pagan lo mínimo, o no pagan). Ganaba algo más freelanceando para la Universidad, pero al final lo que de verdad me daba para sobrevivir era la pega de encargada del sitio web y redes sociales, del vivero de una tía: Ficus Lyrata para interior, Abelias o Agapantos para exterior, resisten el pleno sol.

En el tiempo que me quedaba libre, es decir, principalmente en las noches, me dedicaba a tratar de escribir. Algo, no cuentos, tampoco una novela, sino recuerdos, vivencias, lugares, que se conectaban entre sí, frágilmente, nada demasiado estructurado.

Una de esas noches, navegando por internet, me encontré con una entrevista a un escritor, que hablaba sobre un libro que acababa de publicar, y que era muy similar a lo que estaba tratando de hacer yo. Partía de distintas plantas e insectos que habían marcado distintos momentos de su vida. Hablaba primero de sus hábitos, costumbres, cuidados necesarios, como si fuera un manual, y luego lo vinculaba con algún episodio de su biografía, su primer trabajo, un viaje al extranjero, una mudanza importante, cosas así. En el sitio web se incluía también un fragmento, que me encantó.

No era un escritor demasiado famoso ni nada por el estilo, más bien al contrario. De esos que han publicado varios libros, sin mucha repercusión ni éxito comercial, pero que siguen publicando igual, siempre en el mismo estilo, sin el menor interés en volverse populares. Alguna vez, por casualidad, había leído uno de sus libros, y me había dado esa impresión. Algo simple, sin pretensiones ni ganas de seducir, simplemente le salía así. Un poco como me gustaría escribir a mí.

La cosa es que me bajó un impulso y decidí escribirle. Encontré su correo en una invitación que me había llegado alguna vez para un lanzamiento, y sin darme más vueltas le mandé un mail. Le dije que había leído algunos de sus libros, y que me gustaba mucho lo que hacía. Que ahora acababa de leer esta entrevista acerca del libro que había sacado, y me había interesado mucho el proyecto, Que sentía que era parecido a lo que yo estaba haciendo, quería hacer. Guardando las diferencias, por supuesto, pero me parecía ver muchas similitudes, en la forma de abordar los recuerdos, componer una historia a partir de retazos, vida cotidiana más que grandes conflictos, cosas así.

A los cinco minutos, veo que me había respondido. Reconozco que sentí una mezcla de sorpresa, y emoción, al ver su correo en la casilla, como cuando te llega un mensaje de alguien que te gusta. Su respuesta tenía una sola línea, dos palabras mejor dicho: “Buena, Cojamos?”

Todavía hoy, que lo escribo, vuelvo a sentir el apretón de guata que sentí cuando lo leí. Me quedé helada, como si me hubieran dado una cachetada, completamente de la nada. Traté de decirme que era un desconocido, que no tenía nada que ver conmigo, como cuando alguien te grita una cosa asquerosa en la calle, pero no podía sacarme la sensación de vergüenza, de culpa, como si yo fuera responsable de lo que había pasado. Después del primer shock, empecé a sentir una rabia furibunda. Me di cuenta de lo que había detrás de la respuesta del escritor: pretendía haber leído entre líneas en mi mensaje, y haber detectado mis “verdaderas” intenciones ocultas, como si yo hubiera querido implicar algo… Revisé mil veces el mail que le había escrito. Pero no había nada ahí, buena onda, sí, pero super sobrio, sin insinuaciones de ningún tipo. Cualquier rollo que se hubiera pasado era algo completamente de él. Me dieron ganas de responderle al tiro, gritarle a la cara, “Hueón imbécil!” como si hubiera sido un ciclista que pasa al lado tuyo por la vereda y te toca el poto. Pero no era tan fácil por escrito, y, además, sentía que era como ponerse a su nivel, y darle pie para que respondiera otra vez, quizás qué cosa. ¿Escribirle un mail más largo, diciéndole que qué se había creído, que jamás había sido mi intención, que no se pasara rollos? Peor.

Me fui a acostar con un sentimiento muy desagradable, de oprobio, de sentir que me habían agredido gratuitamente y no podía hacer nada para defenderme. Trataba de decirme que yo no había hecho nada, que era él el responsable, pero no lograba desengancharme del todo del tema.

A los dos días, cuando ya me había olvidado del asunto (mentira, pero eso quería creer), me llegó un mail del famoso escritor. Era largo, bien escrito, pero sin rimbombancia ni nada. Parecía sincero, eso quiero decir. Me pedía perdón formalmente, que tenía consciencia que lo que había hecho era violento y abusivo, que no iba a pretender que había sido solo una bromita o una pachotada. Que se avergonzaba de lo que había hecho, que nunca había hecho algo así, que no era su estilo. para nada, que no sabía bien qué le había pasado. Que estaba pasando por un mal momento, pero que sabía que eso no era excusa. Que se daba cuenta que yo le había escrito un mail super buena onda, sin ninguna intención, y él había reaccionado de la peor manera. Que asumía su culpa completamente. Que había estado estos dos días pensando que hacer, y que finalmente había decidido decirme todo esto por escrito, por si podía servir de algo.

Sé que suena un poco raro si lo cuento, pero en verdad le creí. Se notaba que sentía lo que decía, e incluso que lo angustiaba, que no era una pose.

Sé que suena un poco raro si lo cuento, pero en verdad le creí. Se notaba que sentía lo que decía, e incluso que lo angustiaba, que no era una pose.

Al final del mail, venía algo raro. Me decía que, si servía de algo, le gustaría regalarme algo, un Atlas Botánico de Gay, con las láminas originales. Que a él le había servido de inspiración para su libro, y que pensaba que también podía servirme a mí, para los cuentos que estaba trabajando.

La verdad, su respuesta me relajó. Al menos me confirmó que no tenía nada que ver conmigo, que la culpa era de él. Y, además, me daba la oportunidad de descargarme, es decir, de mandarlo a la mierda como corresponde. Así que me tomé un par de días para madurar bien la respuesta, y le escribí. Un mail largo, diciéndole todo lo que tenía guardado. Que qué se había creído, que jamás había pretendido darle esa confianza, que lo que había hecho era abusivo y machista. Que encontraba patética su reacción además, sólo porque alguien le escribía para comentarle de un libro, que seguro no le pasaba nunca. Que debía tener una vida muy triste y necesitada para reaccionar de esa forma. Etc Etc.

Obviamente había pensado rechazar su regalo del libro, porque me daba cuenta que era una especie de manipulación, una treta para “comprar mi perdón”. Pero justo antes de enviarle el correo, se me ocurrió otra cosa. ¿Y si aceptaba?  Me serviría para saber cuáles habían sido realmente sus intenciones al escribirme. Si mantenía su oferta, después de todas las cosas humillantes que le había dicho, sabría que era más o menos sincero. Y si se corría de alguna forma, quedaba claro que todo no era más que un truco, y ahí sí que nunca más le escribiría.

Al día siguiente llegó su respuesta. Me pedía disculpas nuevamente, decía que tenía toda la razón en estar enojada, y aseguraba que por supuesto que iba en serio su propuesta de regalarme el libro de Gay, que nos podíamos juntar cuando yo quisiera y me lo pasaría.

Un par de semanas después nos juntamos, en un café del barrio Brasil. Tenía el libro encima la mesa. Me pareció que era mucho tomarlo, y despedirme de una, así que me senté por un rato a tomar un café. No se veía nervioso, ni volvió a pedirme perdón ni nada, lo que en todo caso me pareció más cómodo. Se puso a hablar del libro de Gay, de la forma en que lo había ocupado él, de por qué creía que podía gustarme. Se veía más viejo que en las fotos del diario, y al mismo tiempo más inseguro y acelerado, como un niño viejo.

Luego me preguntó por el tipo de cosas que escribía yo, lo que me interesaba hacer, y después se puso a hablar de sus problemas personales. Que tenía que hacerse cargo de la casa de su ex señora, que era al revés de lo que ocurría en general con las parejas que se separaban, donde las mujeres les pedían a los hombres que dejaran la casa, pero que a él lo habían dejado “guardado” en esa casa, que no se podía vender, porque tenía no sé qué problema legal. Que igual tenía que pagarle arriendo, pero además hacerse cargo de todos los arreglos y reparaciones, porque la casa se caía a pedazos… Cosas así. Me dio la impresión de que era un tipo solo, que sólo quería hablar con alguien de sus temas, como esos taxistas que de repente se ponen a contarte sus problemas más profundos de la nada. No era desagradable en todo caso, tampoco voy a decir que super entretenido, pero tenía una forma de mezclar sus desventuras personales con reflexiones literarias, y sabía reírse de sí mismo. De todas formas, igual que con los taxistas que una deja a mitad de la historia cuando llega al final del trayecto, cuando sentí que había cumplido el tiempo que correspondía en el café, simplemente me paré y le dije que tenía que irme.

Una semana después, me llegó un nuevo mail de él. Me preguntaba cómo iba avanzando con mi proyecto literario, y si sentía que me había servido de algo el libro de Gay. Que había dado con otro libro que creía podía servirme, a partir de lo que le había contado que estaba escribiendo, y que si quería nos podíamos juntar para pasármelo.

No le respondí. No pensaba juntarme, y ni siquiera escribirle para decirle que no. Esa sería mi respuesta. Pero a la semana siguiente tuve que ir a hacer un trámite a la universidad, que quedaba cerca del café donde nos habíamos encontrado antes y, no sé por qué, le mandé un mail desde el teléfono. Una sola frase: Hoy ando en el barrio, si quieres nos juntamos en el mismo café a las cuatro.

De nuevo me respondió casi al tiro. Que por supuesto, que ahí estaría.

Cuando llegué estaba terminando de almorzar. Me dio la idea de que iba a ese café todos los días. No se veía incómodo, tampoco super emocionado de verme. Actuaba un poco como si nada hubiera pasado y simplemente fuéramos amigos. De todas formas, era mejor así. Si me hubiera vuelto a pedir perdón, o dicho lo mal que se sentía por lo que había hecho, me habría obligado a perdonarlo, o decirle que ya no importaba y tampoco quería hacer eso.

Me preguntó cómo iba avanzando mi proyecto de escritura, como si se hubiera quedado pensando en el tema. De qué cosas escribía, y qué autores me gustaban, o creía que me habían influido, cosas así. Nadie se tomaba muy en serio mi vocación literaria (creo que yo misma no me la tomaba muy en serio), así que no estaba mal poder contarle a alguien y compartir puntos de vista.

Después se puso a hablar de un par de autores italianos que según él hacían algo parecido a lo que yo estaba buscando, y especialmente uno, que a él lo había marcado mucho y que yo tenía que leer sí o sí. Parecía realmente escandalizado de que no lo hubiera leído ya. Que le gustaría regalarme ese libro (siempre hablaba de regalarme los libros, nunca de prestármelos), y que si quería podíamos ir al tiro a su casa, que estaba al lado, a buscarlos, que estaba seguro que me servirían muchísimo.

No es que no me diera cuenta que estaba tratando de hacerse el simpático, o incluso que tenía algún interés en mí. Pero al mismo tiempo, se notaba que todo lo que decía era en serio. Es decir, que realmente pensaba que el famoso escritor italiano iba a tener una relevancia capital para mí, y estuviera deseoso de ayudarme. En el fondo, lo que sentía es que le había sacado la foto. Era un tipo un poco nerd, solitario, sin mucha suerte con las mujeres, o con la gente en general, y  deseoso de compartir sus conocimientos con alguien, que a alguien le sirviera todo lo que sabía y había leído.

Partimos a su casa que quedaba a dos cuadras. Saludó a una señora que vendía ropa en una esquina y que le dijo “Hola mi niño”. Frente a un pasaje había un par de niños peruanos jugando a las bolitas, y les comentó algo usando un modismo peruano.

No es que no me diera cuenta que estaba tratando de hacerse el simpático, o incluso que tenía algún interés en mí. Pero al mismo tiempo, se notaba que todo lo que decía era en serio.

Vivía en una casa antigua, de fachada continua, que a simple vista se notaba muy a mal traer. En frente tenía un pequeño jardincito, y había una señora con un delantal azul a cuadros, regando con una manguera. Lo saludó con formalidad, y me miró con algo de extrañeza.

De todas formas, no pensaba entrar. Así que me quedé esperando junto a la reja, mientras él iba a buscar el libro. La señora me sonrió, pero no me dijo ni una palabra. Regaba unas margaritas moradas, un poco mustias porque adoran el sol, y no les daba mucho ahí. Aproveché de fijarme con más atención en la casa. Tampoco es que estuviera “cayéndose a pedazos”, como había dicho, pero una podía entender a qué se refería cuando decía que le había tocado cuidarla. La pintura descascarada, corroída, y el techo parecía ladeado. Pasaron unos diez minutos antes de que saliera, con una copia del libro en español y otra en italiano. Me encasquetó los dos, asegurando que eran de regalo, que él ya los había leído y no le servían.

Para entonces, ya me estaba aguantando las ganas de hacer pipí y me dije “Qué tanto” y le pedí permiso para entrar al baño. En verdad, no tenía ninguna preocupación por mi seguridad, había esperado afuera más para molestarlo. Se notaba que lo conocía todo el barrio, y estaba la señora regando, y además era bajito, como de mi porte. Pero no era sólo eso, sino lo que ya dije: sentía que lo había descifrado, y era obvio que era un tipo inofensivo, bien intencionado, a lo más un poco torpe quizás, con pocas habilidades sociales, pero incapaz de dañar a una mosca.

La casa por dentro se veía más vieja, y estaba oscura. Las tablas del piso crujían. Lo seguí por un largo pasillo hasta una sala grande, con un gran estante de libros, de pared a pared, que llegaba hasta el techo. Al fondo se veía la cocina (no tenía puerta), y a un lado estaba el baño. Mientras hacía pipí, examiné el lugar, tratando de sacar conclusiones. Era uno de esos baños antiguos, muy grandes, como del porte de una pieza. Tenía el piso de baldosas rojizas, con líneas blancas. La cortina de la tina tenía diseños de abejitas, era como de niño. En la pared frente a mí, había colgada una acuarela de una mariposa celeste.

Cuando salí lo encontré encaramado en una escalera para alcanzar la repisa más alta del estante de libros. Estaba de espaldas y no me escuchó llegar. Aproveché de absorber el salón. Tenía una alfombra raída y muebles roñosos. Parecía como de época. En las paredes había más acuarelas de insectos, como la mariposa del baño. Escarabajos, orugas. Dibujos realistas, de frente y de perfil como si hubieran sido sacadas de un museo. Me acordé de su libro, del que hablaba en la entrevista, (que no había leído, y él tampoco me había ofrecido, lo que me parecía bien), y pensé preguntarle de dónde las había sacado, si las pintaba él mismo, o alguien de su familia. Pero cuando le hablé se asustó, y casi se cae de la escalera.

Se bajó como afirmándose. Me preguntó si quería aprovechar de mirar los libros, que podía llevarme el que quisiera, pero le dije que no, y me fui.

A la semana siguiente, mismo cuento, Me escribió un mail me preguntó qué me habían parecido los libros, y si quería pasar en algún momento por su casa, y quizás llevarme otros, conversar.  No le respondí por varios días, pero luego, por alguna razón, cuando me calzaba con un trámite en el centro, le escribí para decirle que pasaría a una hora determinada, igual que la vez anterior.

Entablamos una relación, algo tipo ‘Lost in translation’. No es que habláramos por teléfono, ni chateáramos ni nada de eso. Nos poníamos de acuerdo por mail. Y yo siempre me hacía esperar para responderle. Y después le decía, tal día, a tal hora, con poca anticipación. Y él siempre me decía que sí, que me estaría esperando. No creo que tuviera mucho más que hacer. Conversábamos de literatura, de la forma en que se podían abordar las experiencias vitales por escrito, y de ahí algunos temas más personales. Él hablaba mucho más que yo, pero no me molestaba en verdad, porque sabía mucho y lo que decía era interesante. Era como si fuéramos amigos.

Obviamente me daba cuenta que estaba interesado en mí, se notaba. Tenía claro que si le hubiera hecho el menor gesto o insinuación, habría tratado de darme un beso al tiro. Pero tampoco me molestaba eso, ni me hacía sentir insegura, porque también sabía que no iba a intentar nada si yo no le daba el pase

Obviamente, me daba cuenta que estaba interesado en mí, se notaba. Tenía claro que si le hubiera hecho el menor gesto o insinuación, habría tratado de darme un beso al tiro. Pero tampoco me molestaba eso, ni me hacía sentirme insegura, porque también sabía que no iba a intentar nada si yo no le daba el pase. No era ese tipo. Se iba a mantener así, en el rol que había adoptado, porque también era verdad: recomendarme libros que creía que me podían servir, y hablar de literatura, mezclándola con temas personales, hasta que yo le dijera que tenía que irme. Y en verdad, eso me acomodaba también, me daba una sensación de poder.

A veces, me preguntaba si no me gustaba en verdad, e imaginaba cómo sería darle un beso, incluso tirar, “agarrárselo” digamos. Me daba la idea que quedaría enamorado para siempre y me llamaría todos los días. Que haría lo que le pidiera, que regalaría su biblioteca entera si se la pidiera, libro por libro. Pero después me daba cuenta que era sólo una fantasía, que no tenía ningún interés en él. Era viejo, usaba ropa de viejo, la camisa adentro del cinturón. Tenía guata, caminaba como viejo, y se atarantaba para hablar, y se le acumulaba la saliva en el borde de los labios. No habría podido tener nada con él.

De todas formas, tengo que reconocer que algo me arreglaba cuando iba a su casa, o más bien dicho no me ponía cualquier cosa al azar. Unos jeans a la cadera, un peto que sabía me quedaba bien, o un collar.

Nos habremos juntado por un par de meses, unas seis o siete veces. Después, me aburrí. Sentí que ya habíamos agotado los temas, cumplido un ciclo. Además, me resultó algo con un chico que estaba saliendo y ya dejó de tener interés para mí esta relación un poco ficticia, de un tipo mayor que me mandaba mails, y al que yo le respondía cuando yo quería. La última vez que fui a su casa, no tenía ganas de estar ahí, ni que me recomendara libros, y que me contara de su vida, por más que supiera mucho, y que a veces fuera divertido.

A la semana siguiente me llegó su mail de rigor. Pero esta vez no era para invitarme a su casa con la excusa de regalarme un libro, ni nada de eso. Simplemente me contaba que el perro de su hijo, que era en verdad el perro de la familia, se había escapado y lo habían encontrado atropellado, muerto. Que su hijo estaba super mal, que iba a verlo todos los días. Que para él también era super triste, que le había costado procesarlo. No me decía nada más, no me pedía que fuera a visitarlo ni nada, pero era obvio que me había contado por algo y que esperaba alguna respuesta.

Mi primer impulso fue escribirle al tiro de vuelta, decirle que lo lamentaba, darle ánimo. Después lo pensé de nuevo. Porque si le decía eso, lo lógico era que le ofreciera juntarnos, pasarlo a ver en algún momento, pronto. Y en verdad, no quería eso, no tenía ganas de ir a verlo, menos de consolarlo porque se le hubiera muerto el perro de su hijo. Me sentí como atrapada por un momento, incómoda. Y de pronto, me vino a la mente la forma en que nos habíamos “conocido”. El primer mail que me había enviado, la forma en que después me había pedido perdón y había empezado a regalarme libros. Me sentí parte de una trama, de una manipulación extensa, pero invisible, como una “matrix”. No es que pensara que todo lo había hecho había sido un plan, maquiavélicamente urdido para engañarme, para nada. En realidad, tenía la certeza de de que todo lo que me había dicho era cierto, sabía que había sido sincero. Qué se arrepentía del mail que me había enviado, que no era su forma de reaccionar, que de verdad pensaba que los libros que me recomendaba me podían servir. Y también sabía que yo le gustaba, que si algún día lo hubiera llamado y le hubiera dicho que fuera a mi casa con comida china, habría llegado a la media hora. Pero a  mí no me gustaba, en lo más mínimo, era todo algo de él. Muy bien por los libros que me había regalado, los consejos que me había dado, la preocupación demostrada por mi lado de escritora, pero eso no le daba poder sobre mí, y tampoco compraba mi afecto. ¿Por qué tendría ahora que escribirle un mail para consolarlo? Si él se había pasado rollos conmigo, era su problema, yo no era responsable de eso.

No le escribí nunca más. Me escribió un par de veces después de eso, sin volver a hacer alusión al perro de su hijo ni nada. Tampoco cobrando sentimientos, solo decía que le extrañaba que no le respondiera, y que esperaba que estuviera bien, que cuando quisiera podía pasar por su casa, o juntarnos en otra parte. Después de eso tampoco siguió insistiendo. fue como si se resignara a que simplemente lo hubiera borrado de mi vida. Pero, aunque no tratara de ubicarme ni me hiciera escándalo ni nada, yo sé que le dolió. Esa seguridad que una tiene, cuando sabe que le gusta a alguien, de verdad, que no es una cosa del momento, y que se va a quedar pegado un buen tiempo con el tema. Pero tampoco me dio tanta pena ni nada. Al contrario, en alguna parte de mí, diría incluso que me gustó.

Esta crónica es publicada con seudónimo. Algunos detalles han sido modificados de acuerdo con la autora.

2 Comments

  1. festival de lugares comunes, reflexiones pre-adolecentes, la mediocridad de la escritura chilena de clase media alta es infinita. felicidades.

  2. Buena crónica, y buen tema. No me ha pasado algo igual, pero en el fondo sí cosas similares, muchas vecs. Esa sensación de querer ser simpática sin tener por qué. Buen final, el tipo no se merecía algo más

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