Miguel es un niño de 11 años que se refugia en el departamento vecino de su tía, para esquivar las furias de su madre. Desde ahí escucha como la mujer rompe platos contra las paredes, y luego de un rato va a buscarlo como si nada “Miguel, es hora de comer”.
La locura larvaria de su madre es uno de los problemas de Miguel, pero también tiene otros: no se adapta bien en el colegio, su padre no figura, y el mundo le parece un lugar extraño; no le hacen sentido los discursos que se han inventado los adultos para convertirlo en un lugar más acogedor, partiendo por la idea de “Amor” (“un líquido espeso y azucarado” que los dejará a todos desmayados debajo de la mesa). En general, Miguel ejerce una mirada de flâneur sobre el entorno que lo rodea, lúcida, incisiva, cargada siempre de un filo poético, que se mezcla con el humor, y que constituye su principal tabla de salvación en un mundo agobiante y un poco baldío.
A través de esta mirada nos llega la vida, o las vidas, de los habitantes de la villa, un conjunto habitacional que funciona como emblema de los barrios periféricos de Santiago o, más extensamente, de los segmentos marginados que nos ha legado el capitalismo.
Allí las conversaciones de los departamentos viajan a través de “un sofisticado sistema de ecos y resonancias”. “Lo que alguien decía en el living del 2ª B podía escucharse en la cocina del 3º D o del 4º A, gracias a lo delgadas que eran las paredes y a los ahorros que la empresa constructora había hecho en cañerías y terminaciones”.
Los vecinos se espían, se “pelan”, disputan y se quejan, pero también conversan y comparten a través de este sistema de vasos comunicantes. Las conversaciones de la villa se transforman de alguna manera en una voz común, hermanada por la sensación de agobio, y la búsqueda de alguna vía de escape, fugaces momentos de belleza que les den sentido a sus vidas.
Su tía Paulina, por ejemplo, que trabaja como reponedora en un supermercado, entretiene las largas jornadas laborales ordenando los shampoos en las estanterías, de manera que formen un arcoíris. Los colores, junto con el olor del desinfectante con que limpiaban el piso, “provocaba en ella un efecto lisérgico”. Algunos días, después de clases, Miguel la pasa a buscar. Los funcionarios del supermercado tienden a pensar que es su hijo, pero ya ninguno de los dos se molesta en corregirlos. Les importan más las pequeñas golosinas que pueden sustraer para endulzar un poco sus días (no me atrevería a calificarlos de robos, son más bien pequeños premios que se otorgan en secreto).
El caso más extremo, lo constituye por supuesto Ramón, pareja de Paulina, que de un momento a otro ha decidido irse a vivir a un enorme cartel de Coca Cola, que flanquea la carretera. Su defección es demasiado evidente como para no generar revuelo entre los vecinos, quienes parecen ver en ella una denuncia a sus propias vidas subordinadas, demasiado pegadas al nivel tierra. Todos excepto Miguel, que sintoniza a la perfección con el gesto de Ramón, y sube seguido al cartel para observar desde allí la villa, pero sobre todo el cielo, y las estrellas.
María José Ferrada es una destacada escritora infantil, cuya obra se ha caracterizado desde el inicio por un lenguaje poético, nada condescendiente con una supuesta ingenuidad infantil. No le habla al niño de básico y de pocas luces, que a veces se inventa la literatura infantil, sino por el contrario, al niño que es capaz de observar el mundo de nuevo, y descubrir en él conexiones ocultas que los adultos hemos olvidado.
Distingo un tránsito fluido entre esta propuesta, y la mirada narrativa que ofrece Ferrada en Kramp, su primera novela, y ahora en El hombre del cartel, a través de los ojos de Miguel. Se trata de una prosa aparentemente simple, pero cargada de significado, donde las escenas cotidianas adquieren siempre un contorno nuevo, distinto al que estamos acostumbrado a otorgarles. En su concisión, y la aparente simplicidad con que narra eventos atrabiliarios, que van construyendo una atmósfera crecientemente enrarecida, recuerda a algunas autoras de la literatura japonesa actual.
Resuenan también aquí algunas de las ficciones infantiles de Ferrada, el interés por explorar el reverso de la realidad, o espiar a través de sus fisuras
También en la sensación de agobio ante un sistema que es controlado siempre por otros. En el mundo que observa “el hombre del cartel” (me refiero tanto la novela, como a Ramón), todos son abusados de alguna forma. Las familias se esfuerzan y luchan contra las deudas y los trabajos precarios. Los funcionarios del supermercado son abusados por el Jefe de Pasillos. Miguel es castigado constantemente por su madre, y ésta, a su vez, se siente abusada por los vecinos que piden fiado en su almacén y, desde luego, por el padre de Miguel, que un día desapareció para nunca más volver. El abuso personal y familiar es un correlato, o subproducto, de un abuso sistémico más amplio, en el que todos están insertos.
Pero siempre hay alguien que está peor, y en el caso de la villa son “Los Sin Casa”. una comunidad de personas que ha llegado a instalarse en una especie de toma, en un terreno eriazo colindante. Su presencia genera todo tipo de temores y suspicacias entre los vecinos, que discuten febrilmente iniciativas para desalojarlos.

En lo personal, no me convenció tanto esta exploración de la mezquindad de los residentes de la villa hacia los recién llegados. Entiendo que puede leerse como una forma de reproducción de la dinámica abusiva a la que ellos son sometidos por parte del sistema, pero parece un poco excesiva, y puede ser problemático un cierto sesgo inculpatorio, como si el abuso que ejerce un sistema desigual sobe los sectores segregados, estuviera al mismo nivel que el ansia de autoprotección que pueda surgir en los vecinos de una villa de la periferia.
Mucho más seductora me pareció la gradual descomposición de la realidad que empieza a constatarse en la última parte de la novela, la cual transita por un espacio crecientemente nocturno. Abundan las metáforas, por así decir, “celestiales”, y el inhóspito terreno que rodea la villa se va transformando en una especie de constelación caída. En este entorno difuso, barroso, Miguel se topa de vez en cuando con algunos de los niños “sin casa”. Pero estos encuentros son siempre fortuitos, fantasmales, y la novela empieza a adquirir un halo un poco rulfiano.
Nos surge la duda, por lo demás muy lógica, respecto de si lo que nos está relatando Miguel es efectivamente real, o más bien fruto de su imaginación. Resuenan también aquí algunas de las ficciones infantiles de Ferrada, el interés por explorar el reverso de la realidad, o espiar a través de sus fisuras. Y empezamos a comprender, de la mano de Miguel, que su deseo de evasión puede tener también algo de búsqueda, el anhelo de encontrar una obertura hacia un mundo otro, con el que por alguna razón hemos perdido contacto.
El famoso cartel, que tal fascinación ejerce sobre Ramón, y luego sobre Miguel, nos empieza a parecer entonces, más que un refugio o mirador, el primer peldaño de una escalera hacia alguna parte. Quizás hay algo más allá, más arriba, desde donde nuestras pasiones y pesares aparecerán como algo más simple y más bello de lo que nuestras ajetreadas vidas mundanas nos permiten entrever.
El hombre del cartel nos enfrenta a esta posibilidad tenue, sin estridencias ni aspavientes, con una mirada contenida que parece ver mejor en el opaco resplandor de la noche, que en la grisácea luz del día a día.
El hombre del cartel // María José Ferrada // Editorial Alquimia (2021).// 149 páginas.