Valparaiso
/

Paseo literario por Valparaíso

Felipe González realiza un recorrido físico y mental por los barrios de Valparaíso, revisando algunas de las principales pulsiones y conflictos que han marcado la literatura del puerto a través de dos siglos, desde María Graham y José Victorino Lastarria, hasta Cristián Geisse y Cristóbal Gaete.

Valparaíso, como lo conocemos hoy, fue trazado en un espacio geográfico reducido e incómodo, y al ritmo de un auge económico de cuño inglés. Es en cierto sentido una ciudad artificial y erigida a la buena de dios; donde hoy está la parte plana o Plan, estaba antes la falda de los cerros, dinamitados y cortados en vertical para hacer espacio a la urbanización, y de pasada —como beneficio colateral— dar lugar a los miradores. A lo largo de varios años he ido leyendo la literatura que habla de Valparaíso, y sorprende descubrir en su origen los temas que después se han vuelto obsesivos de la tradición escritural porteña.

Una ciudad –se da cuenta uno entonces, al leer–, es en gran parte lo que de ella se dijo, lo que se sigue diciendo, lo que pasa de la boca de los habitantes —oriundos, provisorios o fugaces— a los textos, y de los textos a la percepción general, reiniciando el círculo. Aunque lo dicho nunca es exactamente igual a la ciudad viva, inasible en cierto sentido. La tradición va privilegiando algunos lugares y algunas formas de verlos y sentirlos; también va de a poco descubriendo espacios y aspectos nuevos. Los textos, por así decir, reiteran y varían; y los mismos elementos aparecen una y otra vez renovados, según la mirada del autor y según la época: siendo Valparaíso un pueblito rural detenido en el tempo de la colonia, un emporio frenético de la modernización capitalista o un afeado rincón provinciano con ciertos paisajes pintorescos para apropiación del turismo y la publicidad.

Los miradores hacen parte de la postal, pero, por otro lado, descubro en la lectura, entregan a los habitantes formas de verse a sí mismos, ante el mar y la ciudad; hacen posible una especie de introspección hacia afuera, si cabe decir, que incluye el entorno. La visión panorámica, su virtualidad, viene incluida con la geografía de Valparaíso —que es, dice la extendida metáfora, un anfiteatro natural—, y aparece textualmente, por lo mismo, aún antes de idearse los miradores. Creo que hay casi siempre en esas escenas algo así como un asombro meditativo.

En su Diario de mi residencia en Chile, la viajera María Graham contempla desde la altura, al regresar de Concón, los efectos del terremoto de 1822, atenuados por la sublimidad del espectáculo: “…llegué a la parte alta del puerto, y al mirar desde allí parece no haber diferencia en el pueblo, exceptuando la falta de iglesias y de edificios más altos; desde la distancia, las ruinas en la línea de la calle marcan la vista”.

En “El fardo”, uno de los cuentos de Darío, el narrador y personaje vagabundea también por Valparaíso en búsqueda, como buen turista, de rincones pintorescos.

A su visión panorámica, se añade ese elemento tan idiosincrático de la ciudad, que salta entre uno y otro texto, el de la catástrofe porteña, y ambos hacen pensar a la viajera, cuya imaginación recurre muy seguido a la poesía romántica como marco de comprensión, cuán vulnerables son todos los seres humanos.

Siguiendo a la precursora María Graham, los personajes de las novelas Don Guillermo (1860) de José Victorino Lastarria y La cueva del Loco Eustaquio de Zorobabel Rodríguez (1863), también se asoman desde la altura y, por distintas razones, ambos padecen arrebatos sublimes. Para el loco Eustaquio, que viaja desde Quillota, Valparaíso no presenta el menor atractivo: hay algunas casuchas a los pies de los cerros, y en el mar una que otra canoa de los changos suicidas, aventurados en las olas. Pero su mirada cambia cuando accede al panorama de la bahía que le otorga la altura: “no pude creer que el horizonte inmenso que desde allí descubrían los ojos fuese de agua”.

Es Lastarria, en tanto, quien inaugura una visión distinta del puerto. Don Guillermo Livingston, el protagonista de su novela es, como varios otros en esta tradición, un señor de origen inglés, que además realiza un viaje infernal al interior de La cueva del Chivato, un sitio rodeado de leyendas locales, donde conviven imbunches y machos cabríos (si mira uno por el costado de El Mercurio de Valparaíso, verá la placa en recuerdo de la cueva). Cuando emerge de ella por alguna salida secreta a la altura de la avenida Alemania, Mr. Livingston se impresiona al ver la rápida modernización: “desde allí descubrieron sus ojos una ciudad extensa, cuyas calles se prolongaban por la orilla del mar, formadas por edificios elegantes, limpios y de variados colores. Sintió el bullicio y en las calles que faldeaban las colinas más próximas, vio el movimiento de los habitantes”. Junto con el tráfico y frenesí de una urbe moderna, se anuncia una forma de ver Valparaíso que se extenderá por el resto del siglo XIX: un lugar afiebrado por el único interés del mercado y las finanzas.

La ciudad y la literatura siguen sin duda el rumbo del progreso avistado por Don Guillermo Livingston, y creo, de hecho, que no se le ha dado suficiente crédito a Lastarria como precursor modernista, promotor del Certamen Varela y, por poco, prologuista del Azul… (1888) del joven Rubén Darío. Fue el propio poeta nicaragüense, cuando se abría paso en Chile y dedicaba sus horas libres a deambular por las calles del puerto, quien le pidió al que consideraba su maestro, unas palabras de presentación. Pero Lastarria murió antes de lo previsto. De todas maneras, ese libro revolucionario se publicó en Valparaíso y, como Don Guillermo, los personajes de las prosas incluidas se impresionan menos con la naturaleza que con la modernización del puerto, y se asemejan más bien a esos paseantes citadinos que pueblan la poesía de Baudelaire y Laforgue.

En “El fardo”, uno de los cuentos de Darío, el narrador y personaje vagabundea también por Valparaíso en búsqueda, como buen turista, de rincones pintorescos. Pero en el muelle se encuentra al tío Lucas, un lanchero que reposa después de un accidente laboral y le cuenta de la trágica muerte de su hijo, aplastado por un fardo, y de la vida miserable de su familia, que vivía “en uno de esos hacinamientos humanos, entre cuatro paredes destartaladas”. La chingana, la fiesta de los pobres, es por esos lados populares de la plaza Echaurren donde vive el tío Lucas, un nido de indecencia, se le figura al narrador, donde no paran de sonar “las arpas y los acordeones, y el ruido de los marineros que llegan al burdel, desesperados con la castidad de las largas travesías, a emborracharse como cubas y a gritar y patalear como condenados”. En “Álbum porteño”, Ricardo “poeta lírico incorregible”, enfila hacia el cerro Alegre, “huyendo de las agitaciones y turbulencias, de las máquinas y de los fardos”, y ahí sí que halla su material poético: callecitas y jardines ingleses donde juguetean bellas adolescentes rubias…

Es un lugar común acusar a Darío de vivir en el mundo de Bilz y Pap, y aunque algo tenga de cierta esta opinión, me gustaría matizarla. ¿Qué capta de la ciudad a despecho de sus ideales preciosistas? Al leer varias veces estos dos textos juntos, pienso que lo que hace Darío es desmentir la modernización como un barco donde navegarán todos los ciudadanos juntos. No es así, dice, quizá sin querer: los trabajadores padecen jornadas extenuantes en el muelle, arriesgan su vida, y además viven en la miseria por el lado de plaza Echaurren; los hombres de negocios, muchos de ellos ingleses, habitan, en cambio, el bello y apacible cerro Alegre, donde pueden descansar de su jornada laboral en el sector de los negocios, ubicado justo abajo. Los poetas modernistas de Valparaíso, posteriores a Darío, influidos por la cuestión social, y tal vez por la mirada naturalista inaugurada por “El fardo”, ahondaron en estas contradicciones y transformaron el lirismo modernista en una poesía de los hechos, cronística y narrativa. La pobreza y la catástrofe porteña son, por razones obvias, indisociables en algunos de sus poemas, la mayor parte de los cuales han sido olvidados casi por completo. En Hacia allá (1905) de Víctor Domingo Silva, me detengo en los versos que describen la fuerza de un aluvión que azota los conventillos de los cerros:

El agua, que llaman el mejor brebaje,
que todo lo nutre, que todo lo alegra,
tuvo al fin su torvo reventón salvaje
y echó, cerro abajo, su enorme oleaje
en una avalancha formidable y negra.

Alude, me parece, al famoso desastre del Tranque de Mena, que en 1888 mató a cerca de cien personas al romperse en los altos del cerro Florida.

Sobre las ruinas (1907) de Luis Hurtado López, dedica todos sus poemas al terremoto que casi echó por tierra la ciudad, con incendio incluido, y también aquí es notable la potencia visual de algunas descripciones:

Bajo un cielo rojizo, el horizonte
fulgura llamas de brillar sombrío,
arde el espacio, se estremece el monte
presa de un permanente escalofrío…

Al igual que en “El fardo” de Darío, en estos poemas la chingana, la fiesta de los pobres, es vista como caldo de cultivo para todos los males de la sociedad. En las Páginas sentimentales (1909) de Juan Manuel Rodríguez, un niño organillero

Toca en las tabernas trágicas y obscuras
donde el negro crimen tiene su guarida,
donde hay borracheras, canciones impuras,
donde hay puñaladas que quitan la vida.

Y a Víctor Domingo Silva le escandalizan los prostíbulos tradicionales donde de todos modos se aventura:

A veces, de noche, me asomo
al sucio burdel suburbano.
¡Ah, el salón bastardo que es triunfo del cromo
y éxito del piano!”.

Joaquín Edwards Bello tiene en su novela Valparaíso (escrita y reescrita entre el 31 y el 63) una mirada más consciente y virulenta de lo que ha comenzado a manifestarse en la poesía, y que yo llamaría lucha de clases en Valparaíso, dos de cuyas formas más preeminentes son: el plan v/s los cerros y los ingleses v/s los porteños.

Sentado sobre su ventilador personal, hay que decirlo, Edwards Bello echa andar una sensibilidad particular para darse cuenta, a través de Pedro, alumno del colegio Mac-Kay, de todos esos desajustes tan marcados en la geografía. El Plan y los cerros son para él “dos mundos que ni se quieren ni se conocen”, y se pregunta: “¿Qué clase de gente puede vivir en los cerros?”, para responderse: “Debe ser gente constituida de manera especial, de temperamento aparte”. En cuanto a los inmigrantes ingleses, sus oponentes más directos, denuncia lo siguiente: “en el colegio, en el comercio y la sociedad, se aislaban de los nativos. Sus comedores, sus dormitorios, sus juegos y sus retretes son cuidadosamente separados”.

La novela es, si se lee desde este punto de vista, prácticamente la obsesión de un porteño por la comunidad inglesa, a cuyos privilegios aspira, pero que en la práctica lo excluye, y tiene su clímax trágico cuando Florita, el amor de toda la vida de Pedro, se compromete con el inmigrante inglés y hombre de negocios conocido como Mr. Power…

A medida que, junto al auge económico, decae esta hegemonía inglesa, el principio del placer comienza a aceptarse y a reinar en la narrativa porteña. Aparece entonces la versión burguesa de la tan condenada chingana, es decir la bohemia, de tertulias bien regadas y conversadas que elevan el espíritu. La novela Valparaíso, puerto de nostalgia (1955) de Salvador Reyes, por ejemplo, está poblada de personajes que intentan dar sentido a sus vidas grises mediante la juerga. Un heterogéneo grupo de amigos porteños funda, para esos efectos, el Club de los Fumadores de Pipa en el cosmopolita Bar Kiel. El clímax de la novela introduce el tópico del tour etílico: los amigos se pasean por el prostíbulo Los Sietes Espejos, por el salón de baile New York y por el burdel de la Ninfa-Monja: gozan, pero al mismo tiempo hay un dejo clasista en sus miradas.

Hijo de ladrón (1951) de Manuel Rojas, clásico de la literatura chilena y de la literatura de Valparaíso, quizá sea la obra que inicia la observación del mundo popular porteño con verdadera hondura y reconocimiento. Tras el encarcelamiento del padre, la familia del adolescente Aniceto Hevia, radicada en Argentina, se disgrega y huye en desbandada. Él cruza la cordillera y llega al litoral por el cauce del río Aconcagua. Ya en sus vagabundeos por Valparaíso, se topa con una huelga de trabajadores que habían bajado desde cerros populares: “algunos llevaban aún su saquillo con carbón o leña y se veía a varios con los pantalones a media pierna, mostrando blancos calzoncillos; otros iban descalzos…”.

La celebración popular puede ser, a ojos de Aniceto, tanto un asunto embrutecedor como un espacio de identidad. Las cantinas de la calle Quillota, dice, “parecían no tener fin y se podía entrar y sentarse y estarse allí una noche entera bebiendo y al día siguiente y al subsiguiente y una semana y un mes y un año, perderse o enterrarse para siempre”. Pero también se consumen ahí, y lo hubiera aprobado Pablo de Rokha, “las ensaladas de patas de chancho con cebolla picada muy fina y con mucho ají, oh, con mucho, con harto ají”. Hacia el final de la novela, Aniceto Hevia se adentra en los cerros y vive por un tiempo en un conventillo “situado en el límite entre la ciudad y la soledad”, es decir, sube y conoce con mayor cercanía a esos que, al comienzo, había visto bajar desde los cerros populares en una masa indiferenciada.

El mundo herido (1955) de Armando Méndez Carrasco plantea una mirada en cierto sentido inversa a Hijo de ladrón, pues se narra desde la vida de los cerros y los personajes bajan solo ocasionalmente a la parte plana de Valparaíso. Para el protagonista, el niño palomilla conocido como Curipipe, hay entre estos sectores una pugna inconciliable: “El plan en su acepción pura –y de esto estaba lejano– me habría formado egoísta, medido, casi pulcro. El cerro era libertad espiritual y fuerza física”. El prostíbulo en que trabaja es un lugar sórdido, pero de acogida y comunidad, y se transforma, de hecho, en un refugio en medio de un desastroso temporal de lluvia: la chingana les salva literalmente la vida a los más desamparados de los cerros.

A partir de la segunda década de este siglo, surge en la narrativa porteña una tradición esperpéntica en clave posmoderna que recobra la juerga y el mundo popular

Se ha dicho que la narrativa de las décadas siguientes abandona los misterios laberínticos de las calles y da la espalda al espacio marítimo. Como si respondiera a esto, se me ocurre, la poesía sí se muestra ansiosa por recobrar el mar —contra las disposiciones políticas que lo han apartado— en tanto paisaje y símbolo de trascendencia. Así pueden leerse, pienso, varios de los poetas que se refieren a la ciudad en la segunda mitad del siglo. Luis Mizón en Las palabras encima de la mesa (1972): “mi asombro inventó andamios junto al mar.” Y Ennio Moltedo en Día a día (1990):

Se prohíbe avizorar viajes y posibles regresos y la lectura de humos tendidos sin razón de comercio o beneficio. Pero aquí el mar destruirá la orilla del mar.

Elvira Hernández en Álbum de Valparaíso (1992):

A veces escaparía hacia la Dormida si el oleaje no fuera tan fuerte y tan complaciente la suave deriva.

Rubén Jacob en The Boston Evening Transcript (1993):

Encerrados frente al mar
En una zona semi oscura
Pobre de anuncios luminosos apenas confiados
En la trémula luz de las vías públicas
Por eso se hacen tediosos los días que pasan.

y Osvaldo Rodríguez, desde el exilio, en Canto de extramuros (1994):

¿Qué saben las cosas de distancias,
de kilómetros, de nubes?
¿Cómo les cuento qué es el mar?

A partir de la segunda década de este siglo, surge en la narrativa porteña una tradición esperpéntica en clave posmoderna que recobra la juerga y el mundo popular. Mediante estrategias como lo fantástico cinematográfico y lo surrealista-grotesco, estas obras escenifican el deterioro material y social. En el relato “¿Has visto un dios morir?” (2009) de Cristián Geisse, el narrador incita a su abuelo a compartir con él y algunos amigos el recuerdo de una experiencia visionaria por medio del ñache, una droga que produce alucinaciones colectivas y se consume en secretos bares subterráneos del puerto. Resuena el misterio laberíntico de las calles al estilo de Reyes, La cueva del Chivato y el viaje infernal de Lastarria: “anduvimos en unas bicicletas hechas con cañerías, nos paseamos por un Valparaíso todavía más loco, donde habían escaleras en las que andábamos de cabeza, y nos enredábamos en una selva de volantines”. En la novela Ricardo Nixon School (2016), también de Geisse, el tour etílico reaparece con el épico “lanzazo” del profesor Arturo Navarro entre los bares y los escenarios degradados del Plan. En una maniobra similar a la de Manuel Rojas, denuncia la decadencia social y a la vez se aproxima con reconocimiento a los ambientes y personajes populares.

En la misma línea, Valpore (2009) de Cristóbal Gaete elabora una distopía igualmente alucinante que escenifica de modo literal el lado b de Valparaíso, en una ciudad monstruosa ubicada al reverso de los cerros. En Apuntes al margen (2021) Gaete compila y añade nuevos textos a su mapeo de la geografía popular del puerto, y en “Barrio”, por ejemplo, un narrador cronista realiza un tour citadino, ya sin gozo, pero atento a la vida social y comercial de distintos sectores populares del Plan, que en la adversidad económica abren espacios singulares para los habitantes, como las ferias de las pulgas: “Habrá siempre capas sobre capas en calle Uruguay, la calle más viva de Valparaíso, la economía precaria de los días hábiles, como la feria de la avenida Argentina el domingo. Uruguay, avenida Argentina: calles ríos donde confluyen las vidas de los cerros…”.

Gaete y Geisse, así como Natalia Berbelagua, Daniel Hidalgo, Cinthia Matus y Alejandro Banda, entre otros, confrontan la versión turística cool de Valparaíso impuesta por el turismo y por la publicidad, e incluso por ciertas películas y algunas escrituras cronísticas de talante nostálgico, recluidas en los esplendores de un pasado más higiénico y elegante. 

Los motivos o tópicos de la literatura que habla de Valparaíso vuelven renovados y discuten entre sí al actualizarse, escogiendo distintos lugares y miradas. Es algo que puede apreciarse a lo largo de toda la tradición. Podría citarse como ejemplo de estas confrontaciones a dos personajes de ficción que he mencionado y que, a muy poca distancia, vivieron infancias radicalmente distintas en la ciudad-puerto. Mientras Pedro, en Valparaíso de Edwards Bello, se pregunta con menosprecio y amargura —pues en su comodidad se sabe también un marginado— “¿Qué clase de gente puede vivir en los cerros?”, el Curipipe, en El mundo herido de Méndez Carrasco, le respondería: “Algunos no tenían dónde dormir, y sin embargo genuinas risotadas surcaban sus rostros”.

Crédito editorial: JeremyRichards / Shutterstock.com

3 Comments

  1. Excelente! Me parece una forma maravillosa de recorrer nuestro Valparaíso, tan rico en cultura y experiencias, la mayoría aún no contadas o registradas. Felicitaciones!

Deja una respuesta

Your email address will not be published.