Faltan algunos días para la llegada del invierno, aunque el frío ha hecho sentir su inclemencia hace varias semanas. Mi oído derecho, saturado a causa de una otitis aguda, padece especialmente esta noche de sábado, pero una invitación a escuchar a Simón Campusano me tiene sentada en una grada en el Centro Cultural Rojas Magallanes, comuna de La Florida. Meto mis manos en los bolsillos para hallar algo de calor, con muy poca esperanza. Encuentro el antibiótico que debo tomarme en unos minutos y unos cuantos pañuelos arrugados. Ya va un tiempo desde que mi cuerpo decidió rebelarse ante mis poco prudentes decisiones de salud, sin embargo, entumida y enferma, reincido y espero el inicio de la presentación mientras el termómetro marca 10°.
Aún me resuena la cándida voz de Rosario Alfonso, artista que dio inicio al show antes de que yo llegara –tarde, como siempre– y a quien no había tenido ocasión de oír en vivo. Si tu supieras cómo yo te quiero a ti / no lo pensarías dos veces / pero no te preocupes / piénsatelo bien. Hay algo diáfano en estos versos que me abrigan a pesar de la melancolía que remueven. Las cinco bellas canciones de las que alcancé a ser testigo me llevaron a preguntarme si a esto se referirá Santiago Motorizado al hablar de la depresión sin épica: palabras honestas, de las que duelen y paralizan. Paradójicamente abrasadoras. Como el frío, pienso. Como la fe.
Veo concretarse el pacto cómplice que propone Campusano, quien consigue crear una mística que convoca y mantiene al público al borde de la catarsis
En medio de mis cavilaciones, advierto que el artista, de pie a una prudente distancia del lugar en que escogí pasar la velada, traba conversación con dos personas, quienes le cuentan que vienen de Guadalajara. Desatiendo el diálogo y me pierdo imaginándome en una habitación del conurbano guadalajareño, comprando una entrada para ver a Simón Campusano en Chile, Santiago, La Florida, Rojas Magallanes. En esa ficción –absurda, tal vez–, mi versión mexicana tendría poca conciencia del arduo clima cordillerano y quizá ignoraría que, como Guadalajara, Santiago también se fundó a la orilla de un río. Guadalajara, cuyo nombre proviene del árabe y puede traducirse como “río que corre entre piedras”. Me gusta que Santiago coincida en la descripción de ser una ciudad fundada a la orilla de un río que corre entre piedras, y frío.
Miro a la gente que me rodea, la mayoría muy joven. Algunos hacen fila para comprar algo caliente en una sencilla cocina que evoca la de una casa periférica cualquiera, como las de esta cuadra o alguna de Maipú, como la de mis padres. A pesar de que he frecuentado poco este sector de Santiago –provengo del poniente, cuyo frío es bruma, humedad–, la familiaridad de este espacio me reconforta. ¿De dónde vendrán estas personas? ¿Se sentirán cómodas en este frío? Gravita cierta emoción que me lleva a especular que solo cierto tipo de fervor es capaz de congregar a los pies de estos cerros floridanos, a pesar de la temperatura. Sé que hay algo en el artista, quien conversa y da vueltas con naturalidad por el lugar, que lo explica.
Tras aproximadamente veinte minutos de espera y sin grandes aspavientos, Simón Campusano, junto con Felipe –músico integrante de Frucola Frappé y Silabario, que lo acompaña en la jornada– suben al escenario. El show abre con unos efectos que propician de inmediato una atmósfera particular, que va más allá de lo sonoro. Veo concretarse el pacto cómplice que propone Campusano, quien consigue crear una mística que convoca y mantiene al público al borde de la catarsis, dispuesto a estallar en todo momento. Como hojas crepitando en una hoguera. Como fuegos artificiales.
Cada canción que interpreta el músico es coreada ardorosamente y se hace acompañar por silbidos y onomatopeyas que emulan sonidos de pájaros o explosiones. Éxtasis. Un grupo de cuatro chicos a mi derecha está particularmente atento a cada interacción de Simón, y aunque su exaltación me irrita un poco, no deja de sorprenderme que su ímpetu se manifieste incluso ante las más nostálgicas melodías, las que a mí me conmueven hasta querer llorar. Es curiosa la versatilidad con la que Campusano cambia de registro: de la sensibilidad más profunda a la comedia; de la queja a la gratitud. Supongo que justamente esa habilidad es parte del encanto que despierta entre sus seguidores. El motivo por el que estamos aquí reunidos, supongo.
Entre canciones, Simón pregunta a los asistentes que se ubican frente al escenario, sentados en el suelo, si no sienten frío en el poto; hace bromas con sus amigos, la mayoría ubicados a su izquierda. También se queja por la dificultad que la sensación térmica representa para la ejecución de sus arpegios. No tengo un oído tan fino –menos ahora, tapado– como para notar si, en efecto, esto hace mella en la práctica. Para el caso, también formo parte del rito musical que oficia el compositor y me arrobo en mis versos favoritos de sus canciones, breves oraciones que me acompañan desde hace años.
Una de las cuerdas de la guitarra de Campusano se corta de pronto, en medio de su interpretación de ‘El susto y el miedo’ –canción que uno de los chicos de Guadalajara, sentado a mi lado, no deja de grabar en ningún momento–. El incidente se disipa velozmente gracias a la precisa intervención de Felipe en el teclado y a la voz de Simón. “Qué linda la voz de este hueón”, oigo comentar a alguien tras de mí. Deseo asentir. Viste las palabras irse / en el frío despedirse. Inmóvil, no lo hago.
El rigor no es algo que me caracteriza, por lo que no tengo idea de cuánto tiempo pasa y, del mismo modo sencillo en que dio inicio, Campusano cierra su eucaristía sin cuerpo consagrado después de unas canciones más, interpretadas en solitario con la guitarra de Felipe, y luego otro par, nuevamente acompañado de este. El único momento en que tomé conciencia de la hora durante el show fue cuando dejé pasar la pastilla de amoxicilina por mi garganta. 21:11, con Povidona yodada de fondo. Calma, todo se desarma / ya se irá a pasar. A estos versos encomendé mi cuerpo y espíritu en medio del congelamiento.
Recuerdo la sensación que me quedaba cuando en mi devota pubertad, salía de misa, a la que asistía en solitario, tal como ahora. Me divertía quedarme viendo a las personas, conjeturando sus motivos para estar ahí o, a partir de sus caras, qué emoción les dominaba al concluir la ceremonia. Antes de emprender el retorno a mi casa, me quedo también aquí durante unos minutos. Veo a un grupo de personas haciendo fila para hablar o tomarse fotos con Simón. Mientras esto ocurre, inquiero cuál es la lección que me llevo tras la hora y algo que debe haber durado la presentación. Si este es tu dolor / cuídalo mejor / ven, hagamos algo bueno de una vez.
Me asalta el deseo de abrigo. Ojalá pudiera inventar un signo performático como la señal de la cruz para sellar mi reflexión. Añoro el calor de mi casa, más cerca del río que corre entre piedras que la cordillera oculta tras la niebla que de todos modos diviso al salir.
Crédito imagen: Larata.cl
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