La escritora mexicana Valeria Luiselli (1983) utiliza el desplazamiento como la raíz desde la que articula la novela Desierto sonoro (2019). Mediante dimensiones prácticas y metafóricas, el viaje es la base desde la que documenta distintas transitoriedades: una familia que viaja desde New York hasta Arizona; la travesía que realizan los niños migrantes para entrar a Estados Unidos; el viaje interior; e incluso, la estructuración de la escritura. “Todas las historias son en el fondo una historia de traslado” escribe Luiselli, y esta queda grabada a través de distintos detalles y formatos que la autora irá presentando en la novela, principalmente, el sonido y su reverberación.
Las páginas iniciales son una inmersión en la dinámica familiar. La madre y su hija, el padre y su hijo, personajes sin nombres durante toda la novela, han formado una familia con espacios, historias, lenguajes y tiempos propios. Constituidos en tribu, las relaciones cotidianas entre ellos se despliegan de forma reconocible e identificable y son estas experiencias, montadas bajo una narrativa fragmentada, las que crean la memoria de la familia. Este espacio de circulación habitual cambia cuando el padre, documentólogo que trabaja con el registro de sonidos, decide que su nueva investigación será construir un “inventario de ecos” sobre Cochise, Gerónimo, Nana y los otros jefes chiricahuas, “las últimas personas libres del continente americano”. La investigación funda el viaje familiar, sin embargo, no constituye un objetivo común sino más bien uno personal y se contrapone al de la madre, documentalista sonora, que persigue investigar la historia de los niños migrantes que llegan a través de México a Estados Unidos. Ambos propósitos orientados a la reconstitución de vidas pasadas y presentes, se vuelven objetivos descentrados de la convivencia familiar, y obligan a repensar el camino hecho en conjunto y vivir la crisis.
La niñez se transforma en un eco de injusticias políticas y sociales y, lentamente, la búsqueda de los niños del libro se mezcla con la propia historia de la familia. Los hijos perdidos también son ecos de sus padres y sus ausencias.
Las vacaciones de verano dan inicio al viaje. Junto a ellos, van también siete cajas ordenadas metódicamente en la parte trasera del auto, que llevan los registros físicos necesarios para cada investigación: mapas, documentos, fotografías, libros, cuadernos de notas, entre otros. Cuatro cajas del padre, una de la madre y dos cajas vacías, una para el hijo, otra para la hija, que esperan los registros futuros. Las narraciones de los apaches, relatadas por el padre, y las noticias sobre la inminente deportación de niños, que escucha la madre a través de la radio van sucediéndose y alternándose con juegos, canciones y silencios dentro del auto. De esta forma, la familia va creando su propio archivo mientras atraviesan desiertos, valles, montañas, pueblos, fábricas y gasolineras olvidadas. Aparece Estados Unidos de fondo: colonización, genocidio e intervencionismo, y es otra la familia que surge y se renombra en este viaje olvidando los roles. Ya no son la madre, el padre, el hijo y la hija sino Flecha Suertuda, Papá Cochise, Pluma Ligera y Memphis.
La novela se estructura en cuatro partes y a través de distintas voces: la madre y el hijo, como narradores principales, el registro fotográfico que aparece al final de la novela, el archivo de sus investigaciones que dialoga permanentemente con ellos y la voz que aparece con la lectura del libro Elegías para niños perdidos de la autora ficticia Ella Camposanto. Las elegías, basadas en varios libros que hablan sobre exilios y cruzadas infantiles, van alumbrando distintas realidades sobre la migración infantil, imágenes difíciles de muerte y persecución. La niñez se transforma en un eco de injusticias políticas y sociales y, lentamente, la búsqueda de los niños del libro se mezcla con la propia historia de la familia. Los hijos perdidos también son ecos de sus padres y sus ausencias.
Independiente de la sólida construcción de la novela, la violencia y hostilidad de la migración infantil es tal, que la desterritorialización de los personajes principales aparece como un débil contrapunto. De esta forma, la migración infantil se escapa de los márgenes la novela y el peso insoslayable de la realidad lleva a que la autora escriba Los niños perdidos. Un ensayo en 40 preguntas (2016) antes de terminar la novela. En el ensayo documenta su experiencia como intérprete en la Corte Federal de Inmigración, donde realiza un cuestionario compuesto por cuarenta preguntas a niños y niñas que han logrado pasar la frontera. El objetivo político de las preguntas es ordenar la crisis, confeccionar un relato legal que permita decidir si pueden ser admitidos como refugiados o si deben ser deportarlos. El testimonio monosilábico, entrecortado, sin referentes espaciales y temporales es la única respuesta a un cuestionario adulto, que no busca resolver la situación humanitaria. Terminé el ensayo antes de finalizar la novela, siguiendo instintivamente el desvío de la autora.
La novela es una problematización a nivel afectivo, político, social y teórico. Resulta un ejercicio interesante sobre la visualización del proceso de escritura y la conformación del archivo del escritor. El proceso de documentación es a la vez constatación de un vacío y complejización, una instancia de narración y memoria. Tal vez, como dice la autora, documentar sea simplemente coleccionar presente, una especie de desafío al olvido.